Volvía de San Isidro feliz en complicidad con mi maldad de sentirme afortunada de no vivir en capital, de no participar del día electoral y tener la tarde para mi exclusivo descanso.
El auto me dejó en alguna calle de Martinez en un acto de rebeldía que tardaré mucho en olvidar. Un auto no le hace eso a su dueña. El seguro tardó hora y media para mandar un especialista en resaltar lo obvio quien me aseguró que era la correa (inmediatamente lo asocié a la difunta) considerando que que me había quedado sola, huérfana de alimento y en un camino que ni las penas transitaban. Pasarían dos horas más para que el milagro sucediera y la grúa pudiera encontrarnos y trasnportar el corpus y el animus a destino. Cosas que rara vez suceden o sólo pasan una única vez como en el 85 que fui la única que salió a comprar el cassette de Corey Hart que ni él mismo escuchó.